Fragmento 1.
Fracasar
Eran azarosos los saltos o quizá creían dominarse por la mano. Antes que otra cosa se trata de acrobacias: brincos y caídas en la página blanca. Había cientos de ratas corriendo en tropel encima del pensamiento. Chillaban. Luego se escribían: los trazos nerviosos siempre fallidos, tropezando contra lo que se quiere decir pero nunca puede salir completo. Fiesta contra el sentido. Con el tiempo, se aprende o se descubre que la escritura sólo estará constituida de tropiezos, de caídas en falso, de fracaso. Eso es todo. Los primeros fracasos son dolorosos, la escritura parece inaccesible, tórrida, impenetrable, mísmica, puede ser que incluso se le odie. En De tiranos, por ejemplo, escribí:
el único refugio
en el primer lenguaje
fue el culto anormal
a la escritura tiránica
enchueca los dedos de las manos
destroza el cerebro
dio la necesidad de
abrir la boca
abrir la boca
abrir la boca
puta
boca
Pero el gozo de la escritura –descubrí hace poco—, es precisamente fracasar: estar aptos a desaparecer en el papel, a no pretender nada con eso que se escribió y que ya no nos pertenece. En la medida en la que comprendo esta consigna, el camino hacia lo literario se allana, se convierte en un espacio blando del cual, al menos para mí misma, no espero nada. De ahí mi fervor por Kafka, por Maurice Blanchot, por Antonio Gamoneda, poetas y escritores que no extraen nada de la literatura (ni siquiera la propia “materialidad” de las palabras) y que tejen una escritura sin poder, ésa que echamos en falta cuando nos golpeamos contra la sosa “fama” del escritor y sus excesos institucionales.
Fragmento 2.
De mañana
A veces despierto a las 7 de la mañana echando en falta los trazos sobre el papel. Escribo por la mañana para atrapar los ecos del sueño y para que la ventana me hable. Me gusta la lucidez matutina, observar los cambios de luz conforme avanza el día. Si algo bueno traen mis dedos, se escribe prolíficamente, a veces tan sólo un par de líneas. En otras ocasiones, la escritura se repliega; entonces me dedico a trozar y a rebanar lo ya escrito. Cambio, corto, pego. Leo en voz alta. En la relectura, ejercicio aparentemente ocioso, descubro los hilos de lo que intento decir, pero nunca doy en el blanco, las palabras se acomodan a su modo: yo sólo las leo mientras el mediodía atrapa las copas de los árboles con su lentitud amarillenta en declive.
Fragmento 3
Reconocerse
Es una exigencia. Las palabras reclaman algo de mí sobre el papel: hacer una fiesta con la lengua en la que yo ya no soy yo. En una lectura de poesía un señor se acercó preocupado por lo que escribo, traté de explicarle que lo que había escuchado no era yo, sino él. Traté de acariciarlo con una sonrisa. Pero su lectura fue un gozo singular para lo que hago, esa risa que el espejo nos devuelve cuando el otro asiste a nuestro trabajo y exclama alguna cosa. En otra ocasión, una señora —ajena a la poesía— festejó mi trabajo y me palmeó en el hombro. Encuentros gozosos, allí donde el Otro que recibe la escritura, se reconoce. Siempre escribo con un libro al lado, mientras escribo lo hojeo impaciente, atrapo palabras y vuelvo a mi texto, me reconozco en el libro que yace, calmado, junto a mí. Me reconozco, como me reconocí y sigo reconociéndome en Los cantos de Maldoror, en Las flores del mal, en Altazor, en Los heraldos negros o en Muerte sin fin. Y así como estos poemas, que recostados sobre mi escritorio me sumergen en ese reconocimiento inocente y solitario, también me reconozco en pequeñas cosas, en canciones, en sonidos, en imágenes. La fiesta del mundo con su canto que se evade en los laberintos imprecisos de la escritura. Así, la poesía es música y no hay nada más bello que un poema escrito bajo la gasa de un piano triste o la violencia de un violín. Mi poema Cuerpo está relacionado con estos reconocimientos. Es un poema que cuenta la historia de un cuerpo y habla del cuerpo en general. Leo un fragmento que se escribió mientras Satie con su piano carretera rondaba en el aire:
Respiran los oídos las notas suaves de Satie,
esa almohada negra que revienta la tristeza,
estremecida de desamor y de imágenes despedazadas,
de algún encuentro muy lejano y feliz.
El tacto pasea sobre las sábanas de su miseria:
la mano, ordinariamente, tarda bastante en escribir.
Arde tanto la mano sin mirada.
Arde el mundo sin palabra.
Amor: algo posible
si no me asfixio en este imposible devenir.
Amor: un poco solamente
o tan sólo mirarte en silencio.
Y así como me reconozco en la música, también me reconozco en la imagen...
martes, 23 de diciembre de 2008
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