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Querido D:
Llevar. Llevar un día por la tarde este azul a cuestas, un azul difuso, contenido u opaco, un tanto tibio.
Anunciaba la esquiva y denostada forma nuestra. Estaba enojada por principio, anudando los colores en la bolsa.
Azul samótracico de restos, el veneno de la voz en nuestras muertas. Me subí al quinto piso a mirarla (¿era el tercero?).
No era de noche ni de día, tan sólo el ocaso abrumando los carteles de los circos.
Estaba vestida del mismo azul en otros planos. Caí en la cuenta de estar en un museo y entonces me acordé de Daniel y de cómo miramos con atención las esponjas en su libro. Samotracia estaba vestida con las esponjas, ésa era la cuestión. Las esponjas a su vez me recordaban:
los manchones de tinta de la novela de Boris Vian sobre la pared, móviles cuando el sol las rozaba en el transcurrir.
(Qué hermosa la lectura que hice de aquella novela, que te conté al oído una tarde calurosa).
Ahora me detengo en lo rojizo de las tardes, cuando mi ventana hace manchones aceitosos del día declinando. Melancolía hecha de surcos, atravesada por mi imaginación desbordada en los fragmentos. Tomo algunas fotografías: a palpar con las palabras el silencio. Derivan estos pedazos de imagen que se clavan
y revientan en amarillo las cosas que sobre todo no me gustan. Los pisapapeles de una historia que habla con los ecos de Satie, tardes arcoiris vueltas rastro, huella. Escritura ensimismada, retazos de humo y un tejido anaranjado que ahora aprendí a hacer. No-voy-a-la-esquina. Me encuentro los stenciles pintados en el gimnasio y Freud está bailando tap.
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Querido C:
Nunca supe cómo terminaron las servilletas. Pero recuerdo puntualmente cómo las escribiste. Eran trozos de escritura entre tus restos. Figuraciones suspendidas y ángeles que hablaban con los papeles maltrechos. Indudablemente mi duda central es si las servilletas están aglutinadas en un baúl o el material se tiró a la basura. Tengo muchas dudas sobre la composición, sobre todo porque leo algo cada día en torno a ella. O tal vez porque todo perece. También porque todo indica que estamos en abril aunque apenas es febrero. Así como hemos cambiado, cambian los materiales... Al final, te escribo porque no sé si ya te fuiste. Hoy estoy particularmente nostálgica: me quema la belleza de las lilas y llevo meses escribiendo sin escribir.
Amagar a una taza de café esos momentos. Nuestros. Las palabras anacrónicas de sentido general como "amor".
Y derruir de exilios las cocinas. Las fiestas de antaño. Ha sido un gusto verte, esas fórmulas que siempre intercambiamos de país a país. Nosotros nunca nos despedimos, es mejor así... Tanto llanto innecesario en los aeropuertos, en las estaciones de tren... Hemos superado la juvenil creencia de que no nos volveremos a ver. Vuelvo a las servilletas:
1. Atajar un café
2. Hablar
3. Tomar una servilleta escribirle. ¡Escribidme!
Retazos infecciosos. Aire. Artaud en nuestros restos. Artaud nunca abúlico leyendo el nosotros. Los otros. Somos, éramos, los últimos agentes del frío. Es todo.
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Querida J:
El asunto de las mancuspias es altamente interesante. También lo de las ardillas indefinidas. El sexo de las abejas y la bisexualidad cargante de los roedores. Todo un muestrario de historias inconexas pero íntimamente relacionadas. Nuestra conversación ilustrativa asumió su precariedad básica en torno a los animales. ¿Te conté que escribí un libro sobre gatos, perros y grillos? Ahora las mancuspias se adhieren a mi trazo. He pensado en ellas (son femeninas, estoy segura), con minuciosidad.
Habría que detenerse, sin embargo, en la tesitura de la palabra: "man-cus-pia", la hermosura de los sonidos cayendo bilabiales, infra-labiales en nuestro centro. Una palabra hermosa, de esas que se pegan como la plastilina en los dedos de los niños. Figuraciones entre las letras, eso es todo. Hay una serie de rasgos que llaman mi atención: ¿la mancuspia en el árbol, en los túneles, volando entre los cerros? Cualidad voladora in-volante. Recuerdo aquel amanecer en la mesa de la cocina. ¿Era 15 de septiembre? Te hablé del pájaro. Ya no sé si lloré (creo que sí), o si tan sólo evoqué la cuestión del pájaro como una hondonada deseante de mi interior adormecido. Esta conversación de las mancuspias me recordó, precisamente, aquella conversación matutina, a las seis de la mañana, sobre los pájaros. Estaba enamorada ¿recuerdas? Después comprendí que todo se desmoronaba y que todos cambiamos. Ya no pienso en el pájaro, no sé si soy menos infeliz que antes. Los pájaros y las mancuspias no me atormentan más. He aprendido que el placer es una mancuspia sobre el reloj.
viernes, 20 de febrero de 2009
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