(Sobre Los hijos de los hijos de la ira de Ben Clark)
ll faut toujours travailler
Auguste Rodin
Los atardeceres que se pierden en su ocaso recuerdan el tiempo del descanso y son estancias plenas donde el movimiento adquiere toda su contundencia y su redondez. Son atardeceres robustos y plácidos que nos sumergen en la esfera del “estar” y nos obligan a permanecer en el mundo, a regodearnos en su inocencia, a sumergirnos entre los pliegues de la naturaleza que, por un instante, nos es asequible. Son los atardeceres de los veranos calurosos, aquellos que nos hacen confundir el cielo con el agua, la tierra con sus frutos, el aire con nuestra respiración y nuestro cuerpo. Cuánta desmesurada calma, palpita lenta, entonces, entre nuestros dedos, mientras el tiempo apenas si roza con sus uñas los objetos que hemos construido en torno nuestro. El tiempo, esa torre inconclusa e infinita, que nos habla de nuestra finitud y de lo inmóvil, de lo alto que yacen nuestros deseos perdidos entre los marasmos de las interminables promesas, por fin, se suspende entre el sopor del calor y los ruidos alegres de los paseantes en los parques acalorados. Durante estas fechas es posible tener múltiples encuentros, tiempo de reunión y de charla, pues ¿quién quiere permanecer bajo techo mirando un televisor mientras los rayos del sol implotan contra las nubes sorprendentemente blancas? Así encontré yo un libro, durante una tarde en la que preferí leer en un parque hermoso, en vez de encerrarme a hacerlo en una casa. Y el libro se quedó entre mis dedos, con su canto y su relincho, con su tintineo. Entré en él bajo la serenidad de la ensoñación de los ocasos tibios y conforme lo leía, fui despertándome, abriendo su centro, espabilando mis pensamientos sobre la historia, mi presente y, en suma, mi rostro.
De aquel libro me enamoré: deglutí las palabras, los versos, las vocales y las consonantes con ansiedad. Trituré. Carcomí contra mis dientes su dolor, me aprendí con minuciosidad todo aquello que me develaba y develaba todo lo que me rodea. Porque todo aquello me dijo, en esa primera lectura, algo de mí, de los que me rodean, de cómo había sido mi crecimiento, y de ese mentado “futuro” que seguro existe, pero no para “nosotros”, como bien lo había advertido Kafka en su “modernidad”. Leí voraz esa primera vez, desde primer verso hasta el último, lamentando interrumpir, con el flujo del pensamiento, aquellas líneas escritas para mí y para todos: para nadie. Pronto descubrí que se trataba de un guiño, de una ironía informe en contra de nada, de unas palabras que obedecían a la necesidad de escribir y quizá al desamparo ante la orfandad de la propia escritura. Me indignaban, pataleaban contra mi pecho, me apretaban las sienes como un gancho: todas esas palabras tan sencillas acomodadas fijamente en esa forma tan característica del español y del castellano, el endecasílabo. Ellas, leídas como un bosquejo arquitectónico de mi mismidad, palpitaban entre mis dedos con toda su desmesura, absortas en su verdad y en su mentira, prendidas de su exceso, de su franqueza, de su pesadez llana y leve. Palabras aceradas, precisamente, palabras que no sucumben ante el óxido de la descomposición porque conservan, rotundas, su persistencia histórica.
“Acero inoxidable” es la primera estancia poética de Los hijos de los hijos de la ira, en ésta se coloca el acento en el laberíntico presente histórico del siglo XXI. Un presente perdido entre los tentáculos del olvido y la carencia de memoria histórica. Una idea anunciada en los primeros versos se incrusta en esta primera fase del libro para ser el elemento fundamental por pensar: NO es este el Paraíso prometido/ Y, sin embargo ¿quién se ha dado cuenta?/ Puesto que nuestra “anulada conciencia histórica” nos acostumbró a pensar sólo en nuestro presente, con la idea torcida del progreso; las generaciones jóvenes —los hijos de los hijos de la ira—, creemos con firmeza que se nos ha construido un paraíso, que nuestros padres labraron nuestro presente perfecto, que recuperamos ese jardín de la bonanza; en suma, que ya nos queda poco por hacer, porque todo se nos ha dado gratis y nosotros no tuvimos que vivir la guerra, ni acomodar el futuro de los hijos que no tendremos, ni esperar el futuro porque a ése ya llegamos antes. Por eso, atisba Clark, con ese espíritu visionario que recorre magistralmente su libro: Llovía en las aceras y en las casas./ Llovía en todo el siglo XXI. Y por ello, en este mismo poema, Clark nos caracteriza fulminantemente en un verso que, asombrosamente, es la adjetivación perfecta de nuestro tiempo histórico porque nosotros sólo podemos ser “los herederos de todos los despojos”. Qué grandiosas imágenes aquellas en las que Clark, coloca esa sorna en los ojos de los padres, incapaces de “valorizar” las caídas de sus niños en el parque, porque aquello no es nada comparado con los terrores de la guerra; qué elocuente manera de señalarnos lo bajos que en el fondo nos sentimos, cuando en vez de construir ese “futuro” que a nosotros nos fue regalado tergiversadamente, nos sumimos, en cambio, en el mutismo de las cosas hechas, en la inacción y su vertiginoso trance: Para poder vivir, nos exigieron/ abandonar las ganas de estar vivos./
Si el libro de Clark logra resumir y sintetizar, verter en imágenes precisas, todo eso atroz que es nuestro presente histórico para esta generación joven, anodina y abúlica del siglo XXI, logra reflejar, asimismo, al lector con ironía y con sorna. Los hijos de los hijos de la ira es un espejo, y en él nos miramos con indignación y con encono: qué hermoso encontrarnos así, tan secamente, en todo nuestro mosaico de espectros y fantasmas. El libro no nos conmina únicamente a vernos, sino a abandonar esos estándares pasivos bajo los cuales estamos acostumbrados a “comprendernos”: he ahí su compromiso y su verdad. De ahí que la franqueza y la fuerza que lo recorren sean tan nítidas y se constituyan como una necesidad: la necesidad de hacer de la palabra un trabajo, y con él, un compromiso abierto y franco; el compromiso del decir las cosas como son, sin autocensurarse por el “deber ser” al que nos ha acostumbrado el pervertido orden institucional, de una actualidad distraída en los estándares de un comportamiento que se cree “adecuado”. El libro de Clark nos enseña algo sobre la escritura y su relación con la historia, nos hace comprender que dicha relación existe y aún en este hoy, regido por los cánones de “la conducta propia” —y quizá habría que decir de “la conducta estúpida”, es decir, la conducta nunca comprometida con nada, más que con la moda en turno y si acaso, con la ideología del rebaño al cual se adscribe—. En esta perspectiva del trabajo literario, Los hijos de los hijos de la ira, hilvana su tejido en torno a construcciones poéticas pensadas, pues es notorio el trabajo de la metáfora, de la imagen y del ritmo. Y la ironía, complejizada a través de una cotidianidad que encierra múltiples aspectos por develar detrás de lo doméstico, alcanza con firmeza a cobrar todo su sentido analógico y su potencia creadora. La ironía no es un recurso efectista en el libro de Clark, sino un eje rector consistente que puntualiza el sentido profundo de las pequeñas cosas, ironía necesaria contra esa indiferencia y distraimiento que se pretenden criticar y mostrar en toda su crudeza.
“Una obra de arte es buena cuando brota de la necesidad”, decía Rilke en sus Cartas a un joven poeta, y dicha necesidad es notoria en el libro de Clark. Es con base en ella, como podemos calibrar, justamente, su “valor literario”, pues Los hijos de los hijos de la ira, consigue conjuntar esa fusión entre el sentido y la forma que Blanchot postulaba como uno de los ejes distintivos del lenguaje poético. Parte del oleaje de sentido creado nos lo dan los temas velados que el libro, dialogando con una tradición poética particular —la española—, trabaja por debajo de ese presente histórico expuesto magistralmente. Se aparecen allí las figuras imponentes que rozan el ámbito humano, pero también el literario: la muerte, el amor, el lenguaje mismo: ¡Aquí sepulturero! ¡Sin demora!/ Que el aire ya se tiñe de espesura/ y empieza a sofocarnos de amarillo…, ¿pues quien no recuerda esas secuencias magistrales de García Lorca en Poeta en Nueva York, donde el color ya tiñe de simbolismo lo más importante que rodea al hombre, la muerte?, ¿o ese Afuera de Gil de Biedma, referencia intertextual fundamental en el libro de Clark, que ya anuncia la ausencia, la finitud, el lenguaje mismo en su circunferencia y Afuera desnudos? Y, sin duda, encontramos también, el punzante y notorio eco de uno de los poetas más grandes en castellano, cuya savia ha alimentado nuestro dolor, nuestra ira, nuestro veneno y nuestro frío: Antonio Gamoneda. Y no sólo en lo tocante a la música poética es que el ritmo de Los hijos de los hijos de la ira se teje, sino también en torno a la música como tal, el tango, triste y melancólico que, a lo lejos, nos hace escuchar la milonga de un domingo gris, pero esperanzador. Y los ruidos de nuestra cotidianidad también están allí: la fila en un supermercado porque “siempre estamos comprando pollo”, o la letanía escalofriante de una china que vende rosas, o los murmullos dolorosos de los rumanos que viven entre los pliegues de su exilio. Y se encuentra el que nunca falta, aquel que elabora los respiraderos de la poesía, la auténtica, aquella que nace del talento y del trabajo, de la necesidad oficiosa: el silencio. El libro de Clark, está lleno de estos respiraderos, huecos que Deleuze y Guattari, consideraron fundamentales para la existencia plena del arte. Pues no es arte, la obra que no sepa hacer del silencio y del vacío un eje rector, que no sepa que debajo de las palabras se encuentra su mutismo y su mudez: su íntimo rostro.
Para Walter Benjamin, la acción del despertar era fundamental en su encuentro con la literatura; fueron Kafka y Baudelaire, los primeros “poetas de la vida moderna”, quienes produjeron, mediante la palabra, el despertar histórico, a ojos de Benjamin. Era lo que Baudelaire conseguía mediante las correspondencias: la reactualización de un pasado que generaba un despertar en el presente —cifrado todo ello, en la analogía—. Y Kafka, “sólo soy literatura y no puedo ser otra cosa”, hacía de la palabra una acción que conjuntaba el pasado y el presente para proyectarlos en el instante de la escritura. Pocos son los libros actuales que generan la sensación de despertar, y con “actuales” me refiero a aquellos escritos por autores contemporáneos. Para despertar es necesario estar dormidos, y hay libros que nos dejan más dormidos que antes, como todos esos múltiples medios comunicativos con los que estamos más que habituados a convivir diariamente. Un libro del despertar combate la sumisión y se deslinda de todo ámbito de poder, anuncia, justamente, su no poder, se aleja de su autor, lo anula, lo hace perder su nombre. Frente a ello, el libro de Clark, no nos habla de la edad del poeta, ni de las circunstancias con las que fue elaborado, ni del premio Hiperión que bien ganado se tuvo. El libro de Clark murmura todo esto para anularlo, para convertirlo en el detalle soso y sorprendente en torno a lo literario. Pero lo literario palpita mudo debajo de estos rasgos fáciles: el libro de Clark se sostiene por sí mismo en su dolorosa oscilación. De ahí que sea tan nítido, tan fugaz pero, a la vez, tan vigente para cualquier lector. Es una ventana y una puerta, una estancia abierta que de tan luminosa ya intuimos su capacidad cegadora. El libro conmina, motiva y afirma, precisamente, porque no tiene ninguna de estas intenciones, porque no hace de la forma un truco o un sometimiento, sino porque en su transparencia, se adapta a su propio ritmo, a los endecasílabos naturales, al léxico fresco y cotidiano que lo sustenta.
El libro de Clark encarna la acción del despertar, las palabras son activas, se mueven y no sucumben a la forma castrada de una tradición poética muerta y estéril. En este sentido, tienen una virtud visionaria, que aún a conciencia de ese futuro perdido de antemano, reconoce la faz más amable de la esperanza: Yo creo que el amor debe existir./ También creo que algún día el amor/ recoge en un petate cuatro cosas/ y se va –pero no por donde vino-./ Es triste./ Pero no es lo más triste./ Es mucho más terrible que no expliquen/ ni en las aulas ni en libro alguno que/ el amor, de existir, tiene los pies ligeros como el aire y no se ve/… Porque el amor debe vivirse, aún en su tristeza y en su soledad. El libro de Clark atraviesa como un dardo las situaciones y las desgaja, para criticarlas en su hondura, pero también las encarna con fuerza y rotundidad, de ahí que el poemario sea acción, y genere despertares sucesivos en torno a nuestro presente adormecido en su soporífero “progreso” y “bienestar”. Gracias al despertar que genera este libro, es posible ver en él un trabajo, el trabajo verdadero del escritor que hace de su don, un oficio, un compromiso y un nexo amoroso con la vida. Porque el lenguaje poético liga todo aquello que se encuentra en el universo para señalar las misteriosas correspondencias que simplemente yacen debajo de las relaciones ordinarias entre las cosas, apenas intuidas por el hombre. Ésta es quizá la esperanza que queda: el que gracias a la poesía, el mundo se habite de palabras y de silencios auténticos, de esas honduras que hoy echamos en falta, de la profundidad que hemos olvidado porque es más cómodo vivir en la superficie. Que la poesía sea un espejo de lo que somos es nuestro trabajo, pues el trabajo del escritor no comienza con el acomodo “ingenioso” de las palabras sobre el papel, sino en la fuerza y en la paciencia que, inicialmente, tenemos para vernos y para ver lo que nos rodea con franqueza. El escritor que aún no sabe burlarse de sí mismo, de su comodidad, de su ridículo, aquel que es incapaz de percibir su dolor será incapaz de intuir el de los otros. Frente a múltiples libros que se publican hoy en día que no cimbran ni despiertan, ni dicen nada más que lo que se “quiere oír”, espero, personalmente, encontrarme con libros abiertos, con libros despiertos, francos, transparentes, llenos de fuerza. Porque son ésos los que vibran y hacen que esos tornillos oxidados de nuestra memoria histórica se activen para hacer de nuestro trabajo un espacio creador. La belleza de Los hijos de los hijos de la ira se devela en su espontaneidad, en su claridad, en la rotundidad de los versos. Y simpatiza el lector con él, pues lejos de solapar y de proteger un cúmulo de discursos aprendidos por el “deber ser”, muestra la autenticidad de una voz poética que no tiene ningún temor, que no espera congraciarse con ningún núcleo de poder, que se sabe insignificante y se asume como tal. En suma, este libro no surgió de la conveniencia ni del snobismo. Lejos de ser palabras huecas (hay múltiples discursos así, bellos en su superficie, vacíos en su interior), las palabras de Clark se desvanecen en su propia mismidad, pero se quedan en el tiempo porque después de todo: ¿no son aquellos, los que creen no decir nada, los que no pretenden decir nada —y por consiguiente, los que no buscan ni aleccionar ni educar—, los grandes profetas y visionarios de nuestra historia y de nuestra literatura? Dejo aquí esta reflexión sobre Los hijos de los hijos de la ira con las palabras tibias de este poeta diurno. Poeta del despertar. Poeta del tiempo sin tiempo. Poeta aurora:
Esta es la verdad,
lector, soy un farsante, un tahúr,
un trilero: yo escribo, simplemente,
porque mi sangre estuvo en Somme, en Ypres,
y le temo a la muerte un poco más
que a la creencia vaga de que Dios
no le hizo caso a Frank,
como tampoco
me hará a
mí caso alguno si decido,
entre el mudo fragor de mi batalla,
dejar de amarte tanto todo el tiempo.
jueves, 17 de julio de 2008
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7 comentarios:
me encantas, mujer.
el inicio del texto es delicioso. y en su curso alcanza momentos cúspide. sólo cito uno:
"Porque el lenguaje poético liga todo aquello que se encuentra en el universo para señalar las misteriosas correspondencias que simplemente yacen debajo de las relaciones ordinarias entre las cosas, apenas intuidas por el hombre. Ésta es quizá la esperanza que queda: el que gracias a la poesía, el mundo se habite de palabras y de silencios auténticos, de esas honduras que hoy echamos en falta, de la profundidad que hemos olvidado porque es más cómodo vivir en la superficie."
..
gil de biedma, garcía lorca, gamoneda... carajo, yo también quiero que bem-ga clark.
te dejo un bes fuerte.
¿contrapunto te parece una revista lejana para recibir este texto?
otro beso
ps. ya tiene treinta años que, en alguno de sus ensayos sobre "los privilegios de la vista", tabo paz escribió esto:
"El arte de nuestros días está desgarrado por dos extremos: un conceptualismo radical y un formalismo no menos estricto. El primero niega la forma, es decir, la substancia misma del arte, a su dimensión sensible; la obra artística no es nada si no es algo que vemos, oímos, tocamos: una forma. El segundo es una negación de la idea y la emoción. Ambas son versiones distintas, no pocas veces seductoras, del mismo vértigo ante el vacío. Éste es el desafío al que se enfrentan los artistas contemporáneos".
un beso más
Hola niñito:
Sí, esa discusión que Paz abre ha sido uno de los puntos capitales en torno a las poéticas. Suena, con rotundidad, desde los parnasianos (claro que ahí tienes a Baudelaire, por ejemplo). Es, desde luego, sintomático que en pleno siglo XXI, la poesía plantee estos cuestionamientos y, sobre todo, la "poesía joven" que, de manera sorpresiva, motiva esta discusión. Ésta, además, ya nos dice bastante sobre nuestro presente histórico. Al menos yo sí encuentro pertinencia en seguir cuestionando la nula o vasta colindancia entre -y en términos muy burdos- "forma" y "contenido" en torno a los libros que se publican hoy en día aquí en México, sobre todo, y comparándolos con éste de Clark, que es como la aguja en el pajar. Creo que esta disyuntiva simplista genera un trabajo soso, ajeno a la escritura en sí y un escaso compromiso con la enunciación escrita. Es una lástima que esté tan aprendida en los "discursos poéticos".
En fin, pues sí, esperemos que este poeta acepte pronto nuestra invitación para compartirnos su excelente trabajo. Besotes!!
Saludos!!!
Tu prosa diagnostica la metástasis poética que invade a tu interior.
Para ser poesía: El verso debe ser propio y sin accionistas.
Hola Jorge:
Va, tienes razón... La poesía trasciende todo ese "universo accesorio" que se erige alrededor de ella.
Un abrazo y gracias.
(me pregunto cuáles serán los endecasílabos "naturales")
Pk!!! Los endecasílabos naturales son eso: super ultra naturales, jajajajaj, espero haberte aclarado la duda. Beso
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