I.
[...] Por principio tenía que comerme el taco. Estaba mirando a las escasas personas con cubrebocas que coloreaban las calles vacías: todas azules. Más disfrazadas que antes. Me preguntaba por el camuflaje, también por las cucarachas. ¿Dónde estarían ahora? Camine y me detuve frente al cerdo. Lo miré atentamente, con esas costras de grasa suculenta quemadas por el fuego. Por principio tenía que comerme un taco. Un halo a formol que impregnaba el ambiente viciado de la calle sucia, me dio escalofríos: llevaba tres semanas con tos. Tenía, forzosamente que comerme aquel taco. Su insalubridad repentina, de la cual cobré conciencia mientras miraba la suculenta pierna colgada, girando entre las llamas, me llamaba con insistencia. Pedí 5 tacos y me los tragué con ansiedad, casi sin masticar. Luego, me senté en la hilera de personas afiebradas en la farmacia de junto que esperaban por su consulta médica de 30 pesos. Una mujer me preguntó si estaba enfermo, le dije que no, que sólo descansaba por mi ingestión de tacos al pastor, pero que si podían revisarme estaba muy bien, ya que la tos me impedía dormir. La mujer me miró desconcertada, en realidad, mi imagen no era muy buena, mi abrigo le habrá parecido un signo de mi inmundicia, con este calor de 35 grados y con un abrigo invernal y lo suficientemente sucio. A la vez, sudaba y mi aspecto facial tampoco era del todo "saludable"; la barba crecida, el hedor en las axilas, en fin..., todos los síntomas de un enfermo. Me miré en el espejo que se encontraba a mis espaldas, mientras los pacientes en espera me observaban con franco terror. Sonreí malignamente ante la torva imagen que me devolvía el vidrio empañado con el aliento de los otros enfermos. Ciertamente, mi aspecto era deleznable. Me harté de esperar. Caminé sin dirección disfrutando el horizonte vacío. En la esquina lo encontré: un hospital magnífico. La gente se agolpaba contra las rejas. Había un sinfín de ambulancias ingresando contagiados. Los médicos con sus trajes anti-epidémicos hacían señales a las enfermeras que encaminaban a los pacientes a la rutinaria revisión. Me escabullí en el bullicio trágico y logré entrar a la zona de urgencias. En el primer pabellón, los infectados. Caminé entre las camillas con aire de autosuficiencia y me detuve frente a la de un joven de 23 años, tenía la cara amoratada y junto a sus lívidos brazos un ejemplar de La muerte en Venecia, esto me pareció altamente curioso, así que me senté junto al enfermo y comencé a hojear el libro. Después de mi revisión, tuve el impulso de tocarle la frente, el enfermo entreabrió los ojos y me miró aterrorizado, estaba en ello, cuando una enfermera con traje de astronauta me gritó desde la puerta: Oiga, no puede estar aquí. Mi primera reacción fue echarme a correr, salí del hospital con la idea fija de que esos hijos de puta me buscarían hasta ingresarme. Corrí unas cinco cuadras cuando caí en la cuenta de haberme llevado el libro. Ahora tendría que regresar...
martes, 5 de mayo de 2009
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3 comentarios:
Qué venga lo que sigue...
Me recordó el día en que fui de visita al asilo de mi abuela. Me metí al cuarto de una anciana desconocida y me llevé su colección de estampas. Mi madre, al darse cuenta, aseguró que el próximo domingo las devolvería. Llegó el día de recobrar la honestidad, pero la mujer ya no estaba, murió la semana anterior. Yo no supe qué hacer con las estampas de una extraña difunta.
Hola Rafis:
Sí, postearé pronto el cuentito completo, también lo voy a publicar en Punto de Partida que harán un número de..., epidemias, jajjajajaja. besos
Hola Georgina:
Me gusta tu historia, ahí tienes, en efecto, es muy parecido a lo que quiero decir aquí..., con este "loco". Gracias. Saludos.
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