Fragmento 1.
Fracasar
Eran azarosos los saltos o quizá creían dominarse por la mano. Antes que otra cosa se trata de acrobacias: brincos y caídas en la página blanca. Había cientos de ratas corriendo en tropel encima del pensamiento. Chillaban. Luego se escribían: los trazos nerviosos siempre fallidos, tropezando contra lo que se quiere decir pero nunca puede salir completo. Fiesta contra el sentido. Con el tiempo, se aprende o se descubre que la escritura sólo estará constituida de tropiezos, de caídas en falso, de fracaso. Eso es todo. Los primeros fracasos son dolorosos, la escritura parece inaccesible, tórrida, impenetrable, mísmica, puede ser que incluso se le odie. En De tiranos, por ejemplo, escribí:
el único refugio
en el primer lenguaje
fue el culto anormal
a la escritura tiránica
enchueca los dedos de las manos
destroza el cerebro
dio la necesidad de
abrir la boca
abrir la boca
abrir la boca
puta
boca
Pero el gozo de la escritura –descubrí hace poco—, es precisamente fracasar: estar aptos a desaparecer en el papel, a no pretender nada con eso que se escribió y que ya no nos pertenece. En la medida en la que comprendo esta consigna, el camino hacia lo literario se allana, se convierte en un espacio blando del cual, al menos para mí misma, no espero nada. De ahí mi fervor por Kafka, por Maurice Blanchot, por Antonio Gamoneda, poetas y escritores que no extraen nada de la literatura (ni siquiera la propia “materialidad” de las palabras) y que tejen una escritura sin poder, ésa que echamos en falta cuando nos golpeamos contra la sosa “fama” del escritor y sus excesos institucionales.
Fragmento 2.
De mañana
A veces despierto a las 7 de la mañana echando en falta los trazos sobre el papel. Escribo por la mañana para atrapar los ecos del sueño y para que la ventana me hable. Me gusta la lucidez matutina, observar los cambios de luz conforme avanza el día. Si algo bueno traen mis dedos, se escribe prolíficamente, a veces tan sólo un par de líneas. En otras ocasiones, la escritura se repliega; entonces me dedico a trozar y a rebanar lo ya escrito. Cambio, corto, pego. Leo en voz alta. En la relectura, ejercicio aparentemente ocioso, descubro los hilos de lo que intento decir, pero nunca doy en el blanco, las palabras se acomodan a su modo: yo sólo las leo mientras el mediodía atrapa las copas de los árboles con su lentitud amarillenta en declive.
Fragmento 3
Reconocerse
Es una exigencia. Las palabras reclaman algo de mí sobre el papel: hacer una fiesta con la lengua en la que yo ya no soy yo. En una lectura de poesía un señor se acercó preocupado por lo que escribo, traté de explicarle que lo que había escuchado no era yo, sino él. Traté de acariciarlo con una sonrisa. Pero su lectura fue un gozo singular para lo que hago, esa risa que el espejo nos devuelve cuando el otro asiste a nuestro trabajo y exclama alguna cosa. En otra ocasión, una señora —ajena a la poesía— festejó mi trabajo y me palmeó en el hombro. Encuentros gozosos, allí donde el Otro que recibe la escritura, se reconoce. Siempre escribo con un libro al lado, mientras escribo lo hojeo impaciente, atrapo palabras y vuelvo a mi texto, me reconozco en el libro que yace, calmado, junto a mí. Me reconozco, como me reconocí y sigo reconociéndome en Los cantos de Maldoror, en Las flores del mal, en Altazor, en Los heraldos negros o en Muerte sin fin. Y así como estos poemas, que recostados sobre mi escritorio me sumergen en ese reconocimiento inocente y solitario, también me reconozco en pequeñas cosas, en canciones, en sonidos, en imágenes. La fiesta del mundo con su canto que se evade en los laberintos imprecisos de la escritura. Así, la poesía es música y no hay nada más bello que un poema escrito bajo la gasa de un piano triste o la violencia de un violín. Mi poema Cuerpo está relacionado con estos reconocimientos. Es un poema que cuenta la historia de un cuerpo y habla del cuerpo en general. Leo un fragmento que se escribió mientras Satie con su piano carretera rondaba en el aire:
Respiran los oídos las notas suaves de Satie,
esa almohada negra que revienta la tristeza,
estremecida de desamor y de imágenes despedazadas,
de algún encuentro muy lejano y feliz.
El tacto pasea sobre las sábanas de su miseria:
la mano, ordinariamente, tarda bastante en escribir.
Arde tanto la mano sin mirada.
Arde el mundo sin palabra.
Amor: algo posible
si no me asfixio en este imposible devenir.
Amor: un poco solamente
o tan sólo mirarte en silencio.
Y así como me reconozco en la música, también me reconozco en la imagen...
martes, 23 de diciembre de 2008
viernes, 31 de octubre de 2008
Maurice Blanchot dice:
La paciencia, perseverancia demorada.
[...]
Cuando todo está dicho, lo que queda por decir es el desastre, ruina del habla, desfallecimiento por la escritura, rumor que murmura: lo que queda sin sobra (lo fragmentario).
[...]
La interrupción de lo incesante: esto es lo propio de la escritura fragmentaria: la interrupción teniendo, por decirlo así, el mismo sentido que aquello que no cesa, ambos siendo efecto de la pasividad; allí donde no impera el poder, ni la iniciativa, ni lo inicial de una decisión, el morir y vivir, la pasividad de la vida, escapada de sí misma, confundida con el desastre de un tiempo sin presente y que soportamos mientras tanto, espera de una desgracia no por venir, sino siempre ya sobrevenida y que no puede presentarse: en este sentido, futuro, pasado están condenados a la indiferencia, por carecer ambos de presente.
[...]
<>. Palabra simple. Exigía mucho. La paciencia ya me ha retirado no sólo de mi parte voluntaria, sino de mi poder de ser paciente: puedo ser paciente porque la paciencia no ha gastado en mí ese yo en que me retengo. La paciencia me abre de par en par hasta una pasividad que es el <>, que abandonó por tanto por tanto el nivel de vida en donde pasivo sólo se opone a activo: asimismo caemos fuera de la inercia (la cosa inerte que sufre sin reaccionar, con su corolario, la espontaneidad viviente, la actividad puramente autónoma) <>. ¿Quién no dice esto? Nadie puede decirlo y nadie puede oírlo. La paciencia no se recomienda ni se ordena: es la pasividad del morir mediante la cual un yo que ha dejado de ser yo responde por lo ilimitado del desastre, aquello que no recuerda presente alguno.
[...]
LLAMO DESASTRE LO QUE NO TIENE LO ÚLTIMO COMO LÍMITE: LO QUE ARRASTRA LO ÚLTIMO EN EL DESASTRE.
[...]
El desastre no me cuestiona, sino que levanta la cuestión, la hace desaparecer, como si <>, con ella, desapareciera en el desastre sin apariencia. [...] No hay <> para experimentarlo, sino porque no podría experimentarse, ya que el desastre siempre tiene lugar después de tener lugar.
[...]
QUE LAS PALABRAS DEJEN DE SER ARMAS, MEDIOS DE ACCIÓN, POSIBILIDADES DE SALVACIÓN. ENCOMENDARSE AL DESCONCIERTO. CUANDO ESCRIBIR, NO ESCRIBIR, CARECEN DE IMPORTANCIA, CAMBIA ENTONCES LA ESCRITURA -TENGA O NO TENGA LUGAR; ES LA ESCRITURA DEL DESASTRE.
[...]
No sé cómo llegué a esto, pero puede que llegue al pensamiento que conduce a mantenerse a distancia del pensamiento; porque esto da: la distancia. Mas ir hasta el final del pensamiento (bajo la especie de este pensamiento del final, del borde), ¿acaso es posible sin cambiar de pensamiento? Por eso esta conminación: NO CAMBIES DE PENSAMIENTO, REPÍTELO, SI PUEDES.
MAURICE BLANCHOT. LA ESCRITURA DEL DESASTRE.
[...]
Cuando todo está dicho, lo que queda por decir es el desastre, ruina del habla, desfallecimiento por la escritura, rumor que murmura: lo que queda sin sobra (lo fragmentario).
[...]
La interrupción de lo incesante: esto es lo propio de la escritura fragmentaria: la interrupción teniendo, por decirlo así, el mismo sentido que aquello que no cesa, ambos siendo efecto de la pasividad; allí donde no impera el poder, ni la iniciativa, ni lo inicial de una decisión, el morir y vivir, la pasividad de la vida, escapada de sí misma, confundida con el desastre de un tiempo sin presente y que soportamos mientras tanto, espera de una desgracia no por venir, sino siempre ya sobrevenida y que no puede presentarse: en este sentido, futuro, pasado están condenados a la indiferencia, por carecer ambos de presente.
[...]
<
[...]
LLAMO DESASTRE LO QUE NO TIENE LO ÚLTIMO COMO LÍMITE: LO QUE ARRASTRA LO ÚLTIMO EN EL DESASTRE.
[...]
El desastre no me cuestiona, sino que levanta la cuestión, la hace desaparecer, como si <
[...]
QUE LAS PALABRAS DEJEN DE SER ARMAS, MEDIOS DE ACCIÓN, POSIBILIDADES DE SALVACIÓN. ENCOMENDARSE AL DESCONCIERTO. CUANDO ESCRIBIR, NO ESCRIBIR, CARECEN DE IMPORTANCIA, CAMBIA ENTONCES LA ESCRITURA -TENGA O NO TENGA LUGAR; ES LA ESCRITURA DEL DESASTRE.
[...]
No sé cómo llegué a esto, pero puede que llegue al pensamiento que conduce a mantenerse a distancia del pensamiento; porque esto da: la distancia. Mas ir hasta el final del pensamiento (bajo la especie de este pensamiento del final, del borde), ¿acaso es posible sin cambiar de pensamiento? Por eso esta conminación: NO CAMBIES DE PENSAMIENTO, REPÍTELO, SI PUEDES.
MAURICE BLANCHOT. LA ESCRITURA DEL DESASTRE.
jueves, 9 de octubre de 2008
sábado, 20 de septiembre de 2008
domingo, 17 de agosto de 2008
viernes, 15 de agosto de 2008
miércoles, 6 de agosto de 2008
Diez máximas
1. "Los jóvenes escritores que, hablando de un joven colega, con un acento en que se mezcla la envidia dicen: "¡Es un buen comienzo, ha tenido una gran suerte!", no reflexionan que todo comienzo ha ido precedido siempre y que es efecto de otros veinte comienzos que no conocieron."
2. "Si tienen ustedes mala suerte es porque les falta algo, y ese algo, conózcanlo, y estudien el juego de las voluntades vecinas, para desplazar más fácilmente la circunferencia."
3. "La cuestión no es saber si la literatura del corazón o de la forma es superior a la que está en boga. Esto es demasiado cierto, al menos para mí. Pero eso será cierto sólo a medias mientras no pongan ustedes en el género en que se van a instalar tanto talento como Eugène Sue en el suyo. Despierten tanto interés como él, con medios nuevos; posean una fuerza igual o superior en sentido contrario; dupliquen, tripliquen, cuadrupliquen la dosis hasta llegar a una concentración igual, y ya no tendrán el derecho de maldecir al burgués, pues el burgués estará con ustedes. Hasta allí, ¡vae victis!, pues nada es cierto más que la fuerza, que es la justificación suprema.
4. "Resumo todo lo que yo podría escribir sobre este tema en esta máxima suprema que entrego a la meditación de todos los filósofos, de todos los historiadores y de todos los hombres de negocios: ¡Sólo por los bellos sentimientos se llega a la fortuna!"
5. "En efecto, el odio es un licor precioso, un veneno más caro que los de Borgia, ¡pues está hecho con nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño y los dos tercios de nuestro amor! ¡Hay que ser avaros con él!"
6. "La crítica feroz sólo se debe practicar contra los agentes del error. Si es usted fuerte, se perderá si se atasca a un hombre fuerte: aunque disientan en algunos puntos, siempre será uno de su grupo en ciertas ocasiones. Hay dos métodos de crítica feroz: por la línea curva y por la línea recta, que es camino más corto."
7. "Una crítica feroz pero fallida es un accidente deplorable; es una flecha que vuelve al punto de partida, o que al menos raspa la mano al partir; una bala cuyo rebote puede matarnos." (Por eso deberíamos aprender a escuchar antes de abrir la boca y soltar los zarpazos. También habría que decir: SI NO ME GUSTA UN LIBRO, NO HABLO DE ÉL Y PUNTO.)
8. "Para escribir de prisa, hay que haber pensado mucho; hay que haber llevado consigo un tema, al paseo, al baño, al restaurante y, casi diría yo, a casa de la amante."
9. "La orgía ha dejado de ser la hermana de la inspiración: hemos anulado este parentesco adúltero. La rápida enervación y la debilidad de algunas bellas naturalezas son testimonio suficiente contra ese odioso prejuicio. Un alimento sustancioso pero regular es lo único que necesitan los escritores fecundos. La inspiración es, decididamente, hermana del trabajo cotidiano. Esos dos opuestos no se excluyen, como no se excluyen todos los opuestos que constituyen la naturaleza. La inspiración obedece, como el hambre, como la digestión, como el sueño. Sin duda hay en el espíritu una especie de mecánica celeste, de la que no hay que avergonzarse, sino sacarle el partido más glorioso, como lo hacen los médicos con la mecánica del cuerpo. Si se quiere vivir en una contemplación empecinada de la obra de mañana, el trabajo cotidiano servirá a la inspiracion, así como una escritura legible sirve para aclarar el pensamiento, y cómo el pensamiento calmado y poderoso sirve para escribir legiblemente; pues ha pasado el tiempo de las malas escrituras."
10. "Si quiero observar la ley de los contrastes, que gobierna el orden moral y el orden físico, me veo obligado a poner entre la clase de las mujeres peligrosas para los hombres de letras a la mujer honesta, a la literata y a la actriz; la mujer honesta, porque pertenece necesariamente a dos hombres y es un alimento mediocre para el alma despótica de un poeta; la literata, porque es un hombre fallido; la actriz, porque se ha frotado con la literatura y habla argot; en resumen, porque no es una mujer en toda la acepción de la palabra, ya que el público es, para ella, más apreciado que el amor. ¿Pueden figurarse ustedes a un poeta enamorado de su mujer y obligado a verla actuar disfrazada? Me parece que debería prender fuego al teatro. ¿Pueden ustedes imaginárselo obligado a escribir un papel para su esposa, que no tiene talento? ¿Y a aquel otro, sudando para transmitir mediante epigramas al público de las primeras filas los dolores que ese público le ha causado en el ser más querido... ese ser que los orientales encerraban bajo llave, antes de que vinieran a estudiar derecho a París? Justamente porque los verdaderos literatos en ciertos momentos sienten horror por la literatura, sólo admito para ellos -almas libres y orgullosas, espíritus fatigados que siempre necesitan reposar su séptimo día- dos clases de mujeres posibles: las prostitutas o las mujeres tontas: el amor o el puchero. Hermanos, ¿tengo que explicarles las razones?"
CHARLES BAUDELAIRE. "Consejos a los jóvenes literatos"
2. "Si tienen ustedes mala suerte es porque les falta algo, y ese algo, conózcanlo, y estudien el juego de las voluntades vecinas, para desplazar más fácilmente la circunferencia."
3. "La cuestión no es saber si la literatura del corazón o de la forma es superior a la que está en boga. Esto es demasiado cierto, al menos para mí. Pero eso será cierto sólo a medias mientras no pongan ustedes en el género en que se van a instalar tanto talento como Eugène Sue en el suyo. Despierten tanto interés como él, con medios nuevos; posean una fuerza igual o superior en sentido contrario; dupliquen, tripliquen, cuadrupliquen la dosis hasta llegar a una concentración igual, y ya no tendrán el derecho de maldecir al burgués, pues el burgués estará con ustedes. Hasta allí, ¡vae victis!, pues nada es cierto más que la fuerza, que es la justificación suprema.
4. "Resumo todo lo que yo podría escribir sobre este tema en esta máxima suprema que entrego a la meditación de todos los filósofos, de todos los historiadores y de todos los hombres de negocios: ¡Sólo por los bellos sentimientos se llega a la fortuna!"
5. "En efecto, el odio es un licor precioso, un veneno más caro que los de Borgia, ¡pues está hecho con nuestra sangre, nuestra salud, nuestro sueño y los dos tercios de nuestro amor! ¡Hay que ser avaros con él!"
6. "La crítica feroz sólo se debe practicar contra los agentes del error. Si es usted fuerte, se perderá si se atasca a un hombre fuerte: aunque disientan en algunos puntos, siempre será uno de su grupo en ciertas ocasiones. Hay dos métodos de crítica feroz: por la línea curva y por la línea recta, que es camino más corto."
7. "Una crítica feroz pero fallida es un accidente deplorable; es una flecha que vuelve al punto de partida, o que al menos raspa la mano al partir; una bala cuyo rebote puede matarnos." (Por eso deberíamos aprender a escuchar antes de abrir la boca y soltar los zarpazos. También habría que decir: SI NO ME GUSTA UN LIBRO, NO HABLO DE ÉL Y PUNTO.)
8. "Para escribir de prisa, hay que haber pensado mucho; hay que haber llevado consigo un tema, al paseo, al baño, al restaurante y, casi diría yo, a casa de la amante."
9. "La orgía ha dejado de ser la hermana de la inspiración: hemos anulado este parentesco adúltero. La rápida enervación y la debilidad de algunas bellas naturalezas son testimonio suficiente contra ese odioso prejuicio. Un alimento sustancioso pero regular es lo único que necesitan los escritores fecundos. La inspiración es, decididamente, hermana del trabajo cotidiano. Esos dos opuestos no se excluyen, como no se excluyen todos los opuestos que constituyen la naturaleza. La inspiración obedece, como el hambre, como la digestión, como el sueño. Sin duda hay en el espíritu una especie de mecánica celeste, de la que no hay que avergonzarse, sino sacarle el partido más glorioso, como lo hacen los médicos con la mecánica del cuerpo. Si se quiere vivir en una contemplación empecinada de la obra de mañana, el trabajo cotidiano servirá a la inspiracion, así como una escritura legible sirve para aclarar el pensamiento, y cómo el pensamiento calmado y poderoso sirve para escribir legiblemente; pues ha pasado el tiempo de las malas escrituras."
10. "Si quiero observar la ley de los contrastes, que gobierna el orden moral y el orden físico, me veo obligado a poner entre la clase de las mujeres peligrosas para los hombres de letras a la mujer honesta, a la literata y a la actriz; la mujer honesta, porque pertenece necesariamente a dos hombres y es un alimento mediocre para el alma despótica de un poeta; la literata, porque es un hombre fallido; la actriz, porque se ha frotado con la literatura y habla argot; en resumen, porque no es una mujer en toda la acepción de la palabra, ya que el público es, para ella, más apreciado que el amor. ¿Pueden figurarse ustedes a un poeta enamorado de su mujer y obligado a verla actuar disfrazada? Me parece que debería prender fuego al teatro. ¿Pueden ustedes imaginárselo obligado a escribir un papel para su esposa, que no tiene talento? ¿Y a aquel otro, sudando para transmitir mediante epigramas al público de las primeras filas los dolores que ese público le ha causado en el ser más querido... ese ser que los orientales encerraban bajo llave, antes de que vinieran a estudiar derecho a París? Justamente porque los verdaderos literatos en ciertos momentos sienten horror por la literatura, sólo admito para ellos -almas libres y orgullosas, espíritus fatigados que siempre necesitan reposar su séptimo día- dos clases de mujeres posibles: las prostitutas o las mujeres tontas: el amor o el puchero. Hermanos, ¿tengo que explicarles las razones?"
CHARLES BAUDELAIRE. "Consejos a los jóvenes literatos"
jueves, 17 de julio de 2008
DESPERTARES
(Sobre Los hijos de los hijos de la ira de Ben Clark)
ll faut toujours travailler
Auguste Rodin
Los atardeceres que se pierden en su ocaso recuerdan el tiempo del descanso y son estancias plenas donde el movimiento adquiere toda su contundencia y su redondez. Son atardeceres robustos y plácidos que nos sumergen en la esfera del “estar” y nos obligan a permanecer en el mundo, a regodearnos en su inocencia, a sumergirnos entre los pliegues de la naturaleza que, por un instante, nos es asequible. Son los atardeceres de los veranos calurosos, aquellos que nos hacen confundir el cielo con el agua, la tierra con sus frutos, el aire con nuestra respiración y nuestro cuerpo. Cuánta desmesurada calma, palpita lenta, entonces, entre nuestros dedos, mientras el tiempo apenas si roza con sus uñas los objetos que hemos construido en torno nuestro. El tiempo, esa torre inconclusa e infinita, que nos habla de nuestra finitud y de lo inmóvil, de lo alto que yacen nuestros deseos perdidos entre los marasmos de las interminables promesas, por fin, se suspende entre el sopor del calor y los ruidos alegres de los paseantes en los parques acalorados. Durante estas fechas es posible tener múltiples encuentros, tiempo de reunión y de charla, pues ¿quién quiere permanecer bajo techo mirando un televisor mientras los rayos del sol implotan contra las nubes sorprendentemente blancas? Así encontré yo un libro, durante una tarde en la que preferí leer en un parque hermoso, en vez de encerrarme a hacerlo en una casa. Y el libro se quedó entre mis dedos, con su canto y su relincho, con su tintineo. Entré en él bajo la serenidad de la ensoñación de los ocasos tibios y conforme lo leía, fui despertándome, abriendo su centro, espabilando mis pensamientos sobre la historia, mi presente y, en suma, mi rostro.
De aquel libro me enamoré: deglutí las palabras, los versos, las vocales y las consonantes con ansiedad. Trituré. Carcomí contra mis dientes su dolor, me aprendí con minuciosidad todo aquello que me develaba y develaba todo lo que me rodea. Porque todo aquello me dijo, en esa primera lectura, algo de mí, de los que me rodean, de cómo había sido mi crecimiento, y de ese mentado “futuro” que seguro existe, pero no para “nosotros”, como bien lo había advertido Kafka en su “modernidad”. Leí voraz esa primera vez, desde primer verso hasta el último, lamentando interrumpir, con el flujo del pensamiento, aquellas líneas escritas para mí y para todos: para nadie. Pronto descubrí que se trataba de un guiño, de una ironía informe en contra de nada, de unas palabras que obedecían a la necesidad de escribir y quizá al desamparo ante la orfandad de la propia escritura. Me indignaban, pataleaban contra mi pecho, me apretaban las sienes como un gancho: todas esas palabras tan sencillas acomodadas fijamente en esa forma tan característica del español y del castellano, el endecasílabo. Ellas, leídas como un bosquejo arquitectónico de mi mismidad, palpitaban entre mis dedos con toda su desmesura, absortas en su verdad y en su mentira, prendidas de su exceso, de su franqueza, de su pesadez llana y leve. Palabras aceradas, precisamente, palabras que no sucumben ante el óxido de la descomposición porque conservan, rotundas, su persistencia histórica.
“Acero inoxidable” es la primera estancia poética de Los hijos de los hijos de la ira, en ésta se coloca el acento en el laberíntico presente histórico del siglo XXI. Un presente perdido entre los tentáculos del olvido y la carencia de memoria histórica. Una idea anunciada en los primeros versos se incrusta en esta primera fase del libro para ser el elemento fundamental por pensar: NO es este el Paraíso prometido/ Y, sin embargo ¿quién se ha dado cuenta?/ Puesto que nuestra “anulada conciencia histórica” nos acostumbró a pensar sólo en nuestro presente, con la idea torcida del progreso; las generaciones jóvenes —los hijos de los hijos de la ira—, creemos con firmeza que se nos ha construido un paraíso, que nuestros padres labraron nuestro presente perfecto, que recuperamos ese jardín de la bonanza; en suma, que ya nos queda poco por hacer, porque todo se nos ha dado gratis y nosotros no tuvimos que vivir la guerra, ni acomodar el futuro de los hijos que no tendremos, ni esperar el futuro porque a ése ya llegamos antes. Por eso, atisba Clark, con ese espíritu visionario que recorre magistralmente su libro: Llovía en las aceras y en las casas./ Llovía en todo el siglo XXI. Y por ello, en este mismo poema, Clark nos caracteriza fulminantemente en un verso que, asombrosamente, es la adjetivación perfecta de nuestro tiempo histórico porque nosotros sólo podemos ser “los herederos de todos los despojos”. Qué grandiosas imágenes aquellas en las que Clark, coloca esa sorna en los ojos de los padres, incapaces de “valorizar” las caídas de sus niños en el parque, porque aquello no es nada comparado con los terrores de la guerra; qué elocuente manera de señalarnos lo bajos que en el fondo nos sentimos, cuando en vez de construir ese “futuro” que a nosotros nos fue regalado tergiversadamente, nos sumimos, en cambio, en el mutismo de las cosas hechas, en la inacción y su vertiginoso trance: Para poder vivir, nos exigieron/ abandonar las ganas de estar vivos./
Si el libro de Clark logra resumir y sintetizar, verter en imágenes precisas, todo eso atroz que es nuestro presente histórico para esta generación joven, anodina y abúlica del siglo XXI, logra reflejar, asimismo, al lector con ironía y con sorna. Los hijos de los hijos de la ira es un espejo, y en él nos miramos con indignación y con encono: qué hermoso encontrarnos así, tan secamente, en todo nuestro mosaico de espectros y fantasmas. El libro no nos conmina únicamente a vernos, sino a abandonar esos estándares pasivos bajo los cuales estamos acostumbrados a “comprendernos”: he ahí su compromiso y su verdad. De ahí que la franqueza y la fuerza que lo recorren sean tan nítidas y se constituyan como una necesidad: la necesidad de hacer de la palabra un trabajo, y con él, un compromiso abierto y franco; el compromiso del decir las cosas como son, sin autocensurarse por el “deber ser” al que nos ha acostumbrado el pervertido orden institucional, de una actualidad distraída en los estándares de un comportamiento que se cree “adecuado”. El libro de Clark nos enseña algo sobre la escritura y su relación con la historia, nos hace comprender que dicha relación existe y aún en este hoy, regido por los cánones de “la conducta propia” —y quizá habría que decir de “la conducta estúpida”, es decir, la conducta nunca comprometida con nada, más que con la moda en turno y si acaso, con la ideología del rebaño al cual se adscribe—. En esta perspectiva del trabajo literario, Los hijos de los hijos de la ira, hilvana su tejido en torno a construcciones poéticas pensadas, pues es notorio el trabajo de la metáfora, de la imagen y del ritmo. Y la ironía, complejizada a través de una cotidianidad que encierra múltiples aspectos por develar detrás de lo doméstico, alcanza con firmeza a cobrar todo su sentido analógico y su potencia creadora. La ironía no es un recurso efectista en el libro de Clark, sino un eje rector consistente que puntualiza el sentido profundo de las pequeñas cosas, ironía necesaria contra esa indiferencia y distraimiento que se pretenden criticar y mostrar en toda su crudeza.
“Una obra de arte es buena cuando brota de la necesidad”, decía Rilke en sus Cartas a un joven poeta, y dicha necesidad es notoria en el libro de Clark. Es con base en ella, como podemos calibrar, justamente, su “valor literario”, pues Los hijos de los hijos de la ira, consigue conjuntar esa fusión entre el sentido y la forma que Blanchot postulaba como uno de los ejes distintivos del lenguaje poético. Parte del oleaje de sentido creado nos lo dan los temas velados que el libro, dialogando con una tradición poética particular —la española—, trabaja por debajo de ese presente histórico expuesto magistralmente. Se aparecen allí las figuras imponentes que rozan el ámbito humano, pero también el literario: la muerte, el amor, el lenguaje mismo: ¡Aquí sepulturero! ¡Sin demora!/ Que el aire ya se tiñe de espesura/ y empieza a sofocarnos de amarillo…, ¿pues quien no recuerda esas secuencias magistrales de García Lorca en Poeta en Nueva York, donde el color ya tiñe de simbolismo lo más importante que rodea al hombre, la muerte?, ¿o ese Afuera de Gil de Biedma, referencia intertextual fundamental en el libro de Clark, que ya anuncia la ausencia, la finitud, el lenguaje mismo en su circunferencia y Afuera desnudos? Y, sin duda, encontramos también, el punzante y notorio eco de uno de los poetas más grandes en castellano, cuya savia ha alimentado nuestro dolor, nuestra ira, nuestro veneno y nuestro frío: Antonio Gamoneda. Y no sólo en lo tocante a la música poética es que el ritmo de Los hijos de los hijos de la ira se teje, sino también en torno a la música como tal, el tango, triste y melancólico que, a lo lejos, nos hace escuchar la milonga de un domingo gris, pero esperanzador. Y los ruidos de nuestra cotidianidad también están allí: la fila en un supermercado porque “siempre estamos comprando pollo”, o la letanía escalofriante de una china que vende rosas, o los murmullos dolorosos de los rumanos que viven entre los pliegues de su exilio. Y se encuentra el que nunca falta, aquel que elabora los respiraderos de la poesía, la auténtica, aquella que nace del talento y del trabajo, de la necesidad oficiosa: el silencio. El libro de Clark, está lleno de estos respiraderos, huecos que Deleuze y Guattari, consideraron fundamentales para la existencia plena del arte. Pues no es arte, la obra que no sepa hacer del silencio y del vacío un eje rector, que no sepa que debajo de las palabras se encuentra su mutismo y su mudez: su íntimo rostro.
Para Walter Benjamin, la acción del despertar era fundamental en su encuentro con la literatura; fueron Kafka y Baudelaire, los primeros “poetas de la vida moderna”, quienes produjeron, mediante la palabra, el despertar histórico, a ojos de Benjamin. Era lo que Baudelaire conseguía mediante las correspondencias: la reactualización de un pasado que generaba un despertar en el presente —cifrado todo ello, en la analogía—. Y Kafka, “sólo soy literatura y no puedo ser otra cosa”, hacía de la palabra una acción que conjuntaba el pasado y el presente para proyectarlos en el instante de la escritura. Pocos son los libros actuales que generan la sensación de despertar, y con “actuales” me refiero a aquellos escritos por autores contemporáneos. Para despertar es necesario estar dormidos, y hay libros que nos dejan más dormidos que antes, como todos esos múltiples medios comunicativos con los que estamos más que habituados a convivir diariamente. Un libro del despertar combate la sumisión y se deslinda de todo ámbito de poder, anuncia, justamente, su no poder, se aleja de su autor, lo anula, lo hace perder su nombre. Frente a ello, el libro de Clark, no nos habla de la edad del poeta, ni de las circunstancias con las que fue elaborado, ni del premio Hiperión que bien ganado se tuvo. El libro de Clark murmura todo esto para anularlo, para convertirlo en el detalle soso y sorprendente en torno a lo literario. Pero lo literario palpita mudo debajo de estos rasgos fáciles: el libro de Clark se sostiene por sí mismo en su dolorosa oscilación. De ahí que sea tan nítido, tan fugaz pero, a la vez, tan vigente para cualquier lector. Es una ventana y una puerta, una estancia abierta que de tan luminosa ya intuimos su capacidad cegadora. El libro conmina, motiva y afirma, precisamente, porque no tiene ninguna de estas intenciones, porque no hace de la forma un truco o un sometimiento, sino porque en su transparencia, se adapta a su propio ritmo, a los endecasílabos naturales, al léxico fresco y cotidiano que lo sustenta.
El libro de Clark encarna la acción del despertar, las palabras son activas, se mueven y no sucumben a la forma castrada de una tradición poética muerta y estéril. En este sentido, tienen una virtud visionaria, que aún a conciencia de ese futuro perdido de antemano, reconoce la faz más amable de la esperanza: Yo creo que el amor debe existir./ También creo que algún día el amor/ recoge en un petate cuatro cosas/ y se va –pero no por donde vino-./ Es triste./ Pero no es lo más triste./ Es mucho más terrible que no expliquen/ ni en las aulas ni en libro alguno que/ el amor, de existir, tiene los pies ligeros como el aire y no se ve/… Porque el amor debe vivirse, aún en su tristeza y en su soledad. El libro de Clark atraviesa como un dardo las situaciones y las desgaja, para criticarlas en su hondura, pero también las encarna con fuerza y rotundidad, de ahí que el poemario sea acción, y genere despertares sucesivos en torno a nuestro presente adormecido en su soporífero “progreso” y “bienestar”. Gracias al despertar que genera este libro, es posible ver en él un trabajo, el trabajo verdadero del escritor que hace de su don, un oficio, un compromiso y un nexo amoroso con la vida. Porque el lenguaje poético liga todo aquello que se encuentra en el universo para señalar las misteriosas correspondencias que simplemente yacen debajo de las relaciones ordinarias entre las cosas, apenas intuidas por el hombre. Ésta es quizá la esperanza que queda: el que gracias a la poesía, el mundo se habite de palabras y de silencios auténticos, de esas honduras que hoy echamos en falta, de la profundidad que hemos olvidado porque es más cómodo vivir en la superficie. Que la poesía sea un espejo de lo que somos es nuestro trabajo, pues el trabajo del escritor no comienza con el acomodo “ingenioso” de las palabras sobre el papel, sino en la fuerza y en la paciencia que, inicialmente, tenemos para vernos y para ver lo que nos rodea con franqueza. El escritor que aún no sabe burlarse de sí mismo, de su comodidad, de su ridículo, aquel que es incapaz de percibir su dolor será incapaz de intuir el de los otros. Frente a múltiples libros que se publican hoy en día que no cimbran ni despiertan, ni dicen nada más que lo que se “quiere oír”, espero, personalmente, encontrarme con libros abiertos, con libros despiertos, francos, transparentes, llenos de fuerza. Porque son ésos los que vibran y hacen que esos tornillos oxidados de nuestra memoria histórica se activen para hacer de nuestro trabajo un espacio creador. La belleza de Los hijos de los hijos de la ira se devela en su espontaneidad, en su claridad, en la rotundidad de los versos. Y simpatiza el lector con él, pues lejos de solapar y de proteger un cúmulo de discursos aprendidos por el “deber ser”, muestra la autenticidad de una voz poética que no tiene ningún temor, que no espera congraciarse con ningún núcleo de poder, que se sabe insignificante y se asume como tal. En suma, este libro no surgió de la conveniencia ni del snobismo. Lejos de ser palabras huecas (hay múltiples discursos así, bellos en su superficie, vacíos en su interior), las palabras de Clark se desvanecen en su propia mismidad, pero se quedan en el tiempo porque después de todo: ¿no son aquellos, los que creen no decir nada, los que no pretenden decir nada —y por consiguiente, los que no buscan ni aleccionar ni educar—, los grandes profetas y visionarios de nuestra historia y de nuestra literatura? Dejo aquí esta reflexión sobre Los hijos de los hijos de la ira con las palabras tibias de este poeta diurno. Poeta del despertar. Poeta del tiempo sin tiempo. Poeta aurora:
Esta es la verdad,
lector, soy un farsante, un tahúr,
un trilero: yo escribo, simplemente,
porque mi sangre estuvo en Somme, en Ypres,
y le temo a la muerte un poco más
que a la creencia vaga de que Dios
no le hizo caso a Frank,
como tampoco
me hará a
mí caso alguno si decido,
entre el mudo fragor de mi batalla,
dejar de amarte tanto todo el tiempo.
ll faut toujours travailler
Auguste Rodin
Los atardeceres que se pierden en su ocaso recuerdan el tiempo del descanso y son estancias plenas donde el movimiento adquiere toda su contundencia y su redondez. Son atardeceres robustos y plácidos que nos sumergen en la esfera del “estar” y nos obligan a permanecer en el mundo, a regodearnos en su inocencia, a sumergirnos entre los pliegues de la naturaleza que, por un instante, nos es asequible. Son los atardeceres de los veranos calurosos, aquellos que nos hacen confundir el cielo con el agua, la tierra con sus frutos, el aire con nuestra respiración y nuestro cuerpo. Cuánta desmesurada calma, palpita lenta, entonces, entre nuestros dedos, mientras el tiempo apenas si roza con sus uñas los objetos que hemos construido en torno nuestro. El tiempo, esa torre inconclusa e infinita, que nos habla de nuestra finitud y de lo inmóvil, de lo alto que yacen nuestros deseos perdidos entre los marasmos de las interminables promesas, por fin, se suspende entre el sopor del calor y los ruidos alegres de los paseantes en los parques acalorados. Durante estas fechas es posible tener múltiples encuentros, tiempo de reunión y de charla, pues ¿quién quiere permanecer bajo techo mirando un televisor mientras los rayos del sol implotan contra las nubes sorprendentemente blancas? Así encontré yo un libro, durante una tarde en la que preferí leer en un parque hermoso, en vez de encerrarme a hacerlo en una casa. Y el libro se quedó entre mis dedos, con su canto y su relincho, con su tintineo. Entré en él bajo la serenidad de la ensoñación de los ocasos tibios y conforme lo leía, fui despertándome, abriendo su centro, espabilando mis pensamientos sobre la historia, mi presente y, en suma, mi rostro.
De aquel libro me enamoré: deglutí las palabras, los versos, las vocales y las consonantes con ansiedad. Trituré. Carcomí contra mis dientes su dolor, me aprendí con minuciosidad todo aquello que me develaba y develaba todo lo que me rodea. Porque todo aquello me dijo, en esa primera lectura, algo de mí, de los que me rodean, de cómo había sido mi crecimiento, y de ese mentado “futuro” que seguro existe, pero no para “nosotros”, como bien lo había advertido Kafka en su “modernidad”. Leí voraz esa primera vez, desde primer verso hasta el último, lamentando interrumpir, con el flujo del pensamiento, aquellas líneas escritas para mí y para todos: para nadie. Pronto descubrí que se trataba de un guiño, de una ironía informe en contra de nada, de unas palabras que obedecían a la necesidad de escribir y quizá al desamparo ante la orfandad de la propia escritura. Me indignaban, pataleaban contra mi pecho, me apretaban las sienes como un gancho: todas esas palabras tan sencillas acomodadas fijamente en esa forma tan característica del español y del castellano, el endecasílabo. Ellas, leídas como un bosquejo arquitectónico de mi mismidad, palpitaban entre mis dedos con toda su desmesura, absortas en su verdad y en su mentira, prendidas de su exceso, de su franqueza, de su pesadez llana y leve. Palabras aceradas, precisamente, palabras que no sucumben ante el óxido de la descomposición porque conservan, rotundas, su persistencia histórica.
“Acero inoxidable” es la primera estancia poética de Los hijos de los hijos de la ira, en ésta se coloca el acento en el laberíntico presente histórico del siglo XXI. Un presente perdido entre los tentáculos del olvido y la carencia de memoria histórica. Una idea anunciada en los primeros versos se incrusta en esta primera fase del libro para ser el elemento fundamental por pensar: NO es este el Paraíso prometido/ Y, sin embargo ¿quién se ha dado cuenta?/ Puesto que nuestra “anulada conciencia histórica” nos acostumbró a pensar sólo en nuestro presente, con la idea torcida del progreso; las generaciones jóvenes —los hijos de los hijos de la ira—, creemos con firmeza que se nos ha construido un paraíso, que nuestros padres labraron nuestro presente perfecto, que recuperamos ese jardín de la bonanza; en suma, que ya nos queda poco por hacer, porque todo se nos ha dado gratis y nosotros no tuvimos que vivir la guerra, ni acomodar el futuro de los hijos que no tendremos, ni esperar el futuro porque a ése ya llegamos antes. Por eso, atisba Clark, con ese espíritu visionario que recorre magistralmente su libro: Llovía en las aceras y en las casas./ Llovía en todo el siglo XXI. Y por ello, en este mismo poema, Clark nos caracteriza fulminantemente en un verso que, asombrosamente, es la adjetivación perfecta de nuestro tiempo histórico porque nosotros sólo podemos ser “los herederos de todos los despojos”. Qué grandiosas imágenes aquellas en las que Clark, coloca esa sorna en los ojos de los padres, incapaces de “valorizar” las caídas de sus niños en el parque, porque aquello no es nada comparado con los terrores de la guerra; qué elocuente manera de señalarnos lo bajos que en el fondo nos sentimos, cuando en vez de construir ese “futuro” que a nosotros nos fue regalado tergiversadamente, nos sumimos, en cambio, en el mutismo de las cosas hechas, en la inacción y su vertiginoso trance: Para poder vivir, nos exigieron/ abandonar las ganas de estar vivos./
Si el libro de Clark logra resumir y sintetizar, verter en imágenes precisas, todo eso atroz que es nuestro presente histórico para esta generación joven, anodina y abúlica del siglo XXI, logra reflejar, asimismo, al lector con ironía y con sorna. Los hijos de los hijos de la ira es un espejo, y en él nos miramos con indignación y con encono: qué hermoso encontrarnos así, tan secamente, en todo nuestro mosaico de espectros y fantasmas. El libro no nos conmina únicamente a vernos, sino a abandonar esos estándares pasivos bajo los cuales estamos acostumbrados a “comprendernos”: he ahí su compromiso y su verdad. De ahí que la franqueza y la fuerza que lo recorren sean tan nítidas y se constituyan como una necesidad: la necesidad de hacer de la palabra un trabajo, y con él, un compromiso abierto y franco; el compromiso del decir las cosas como son, sin autocensurarse por el “deber ser” al que nos ha acostumbrado el pervertido orden institucional, de una actualidad distraída en los estándares de un comportamiento que se cree “adecuado”. El libro de Clark nos enseña algo sobre la escritura y su relación con la historia, nos hace comprender que dicha relación existe y aún en este hoy, regido por los cánones de “la conducta propia” —y quizá habría que decir de “la conducta estúpida”, es decir, la conducta nunca comprometida con nada, más que con la moda en turno y si acaso, con la ideología del rebaño al cual se adscribe—. En esta perspectiva del trabajo literario, Los hijos de los hijos de la ira, hilvana su tejido en torno a construcciones poéticas pensadas, pues es notorio el trabajo de la metáfora, de la imagen y del ritmo. Y la ironía, complejizada a través de una cotidianidad que encierra múltiples aspectos por develar detrás de lo doméstico, alcanza con firmeza a cobrar todo su sentido analógico y su potencia creadora. La ironía no es un recurso efectista en el libro de Clark, sino un eje rector consistente que puntualiza el sentido profundo de las pequeñas cosas, ironía necesaria contra esa indiferencia y distraimiento que se pretenden criticar y mostrar en toda su crudeza.
“Una obra de arte es buena cuando brota de la necesidad”, decía Rilke en sus Cartas a un joven poeta, y dicha necesidad es notoria en el libro de Clark. Es con base en ella, como podemos calibrar, justamente, su “valor literario”, pues Los hijos de los hijos de la ira, consigue conjuntar esa fusión entre el sentido y la forma que Blanchot postulaba como uno de los ejes distintivos del lenguaje poético. Parte del oleaje de sentido creado nos lo dan los temas velados que el libro, dialogando con una tradición poética particular —la española—, trabaja por debajo de ese presente histórico expuesto magistralmente. Se aparecen allí las figuras imponentes que rozan el ámbito humano, pero también el literario: la muerte, el amor, el lenguaje mismo: ¡Aquí sepulturero! ¡Sin demora!/ Que el aire ya se tiñe de espesura/ y empieza a sofocarnos de amarillo…, ¿pues quien no recuerda esas secuencias magistrales de García Lorca en Poeta en Nueva York, donde el color ya tiñe de simbolismo lo más importante que rodea al hombre, la muerte?, ¿o ese Afuera de Gil de Biedma, referencia intertextual fundamental en el libro de Clark, que ya anuncia la ausencia, la finitud, el lenguaje mismo en su circunferencia y Afuera desnudos? Y, sin duda, encontramos también, el punzante y notorio eco de uno de los poetas más grandes en castellano, cuya savia ha alimentado nuestro dolor, nuestra ira, nuestro veneno y nuestro frío: Antonio Gamoneda. Y no sólo en lo tocante a la música poética es que el ritmo de Los hijos de los hijos de la ira se teje, sino también en torno a la música como tal, el tango, triste y melancólico que, a lo lejos, nos hace escuchar la milonga de un domingo gris, pero esperanzador. Y los ruidos de nuestra cotidianidad también están allí: la fila en un supermercado porque “siempre estamos comprando pollo”, o la letanía escalofriante de una china que vende rosas, o los murmullos dolorosos de los rumanos que viven entre los pliegues de su exilio. Y se encuentra el que nunca falta, aquel que elabora los respiraderos de la poesía, la auténtica, aquella que nace del talento y del trabajo, de la necesidad oficiosa: el silencio. El libro de Clark, está lleno de estos respiraderos, huecos que Deleuze y Guattari, consideraron fundamentales para la existencia plena del arte. Pues no es arte, la obra que no sepa hacer del silencio y del vacío un eje rector, que no sepa que debajo de las palabras se encuentra su mutismo y su mudez: su íntimo rostro.
Para Walter Benjamin, la acción del despertar era fundamental en su encuentro con la literatura; fueron Kafka y Baudelaire, los primeros “poetas de la vida moderna”, quienes produjeron, mediante la palabra, el despertar histórico, a ojos de Benjamin. Era lo que Baudelaire conseguía mediante las correspondencias: la reactualización de un pasado que generaba un despertar en el presente —cifrado todo ello, en la analogía—. Y Kafka, “sólo soy literatura y no puedo ser otra cosa”, hacía de la palabra una acción que conjuntaba el pasado y el presente para proyectarlos en el instante de la escritura. Pocos son los libros actuales que generan la sensación de despertar, y con “actuales” me refiero a aquellos escritos por autores contemporáneos. Para despertar es necesario estar dormidos, y hay libros que nos dejan más dormidos que antes, como todos esos múltiples medios comunicativos con los que estamos más que habituados a convivir diariamente. Un libro del despertar combate la sumisión y se deslinda de todo ámbito de poder, anuncia, justamente, su no poder, se aleja de su autor, lo anula, lo hace perder su nombre. Frente a ello, el libro de Clark, no nos habla de la edad del poeta, ni de las circunstancias con las que fue elaborado, ni del premio Hiperión que bien ganado se tuvo. El libro de Clark murmura todo esto para anularlo, para convertirlo en el detalle soso y sorprendente en torno a lo literario. Pero lo literario palpita mudo debajo de estos rasgos fáciles: el libro de Clark se sostiene por sí mismo en su dolorosa oscilación. De ahí que sea tan nítido, tan fugaz pero, a la vez, tan vigente para cualquier lector. Es una ventana y una puerta, una estancia abierta que de tan luminosa ya intuimos su capacidad cegadora. El libro conmina, motiva y afirma, precisamente, porque no tiene ninguna de estas intenciones, porque no hace de la forma un truco o un sometimiento, sino porque en su transparencia, se adapta a su propio ritmo, a los endecasílabos naturales, al léxico fresco y cotidiano que lo sustenta.
El libro de Clark encarna la acción del despertar, las palabras son activas, se mueven y no sucumben a la forma castrada de una tradición poética muerta y estéril. En este sentido, tienen una virtud visionaria, que aún a conciencia de ese futuro perdido de antemano, reconoce la faz más amable de la esperanza: Yo creo que el amor debe existir./ También creo que algún día el amor/ recoge en un petate cuatro cosas/ y se va –pero no por donde vino-./ Es triste./ Pero no es lo más triste./ Es mucho más terrible que no expliquen/ ni en las aulas ni en libro alguno que/ el amor, de existir, tiene los pies ligeros como el aire y no se ve/… Porque el amor debe vivirse, aún en su tristeza y en su soledad. El libro de Clark atraviesa como un dardo las situaciones y las desgaja, para criticarlas en su hondura, pero también las encarna con fuerza y rotundidad, de ahí que el poemario sea acción, y genere despertares sucesivos en torno a nuestro presente adormecido en su soporífero “progreso” y “bienestar”. Gracias al despertar que genera este libro, es posible ver en él un trabajo, el trabajo verdadero del escritor que hace de su don, un oficio, un compromiso y un nexo amoroso con la vida. Porque el lenguaje poético liga todo aquello que se encuentra en el universo para señalar las misteriosas correspondencias que simplemente yacen debajo de las relaciones ordinarias entre las cosas, apenas intuidas por el hombre. Ésta es quizá la esperanza que queda: el que gracias a la poesía, el mundo se habite de palabras y de silencios auténticos, de esas honduras que hoy echamos en falta, de la profundidad que hemos olvidado porque es más cómodo vivir en la superficie. Que la poesía sea un espejo de lo que somos es nuestro trabajo, pues el trabajo del escritor no comienza con el acomodo “ingenioso” de las palabras sobre el papel, sino en la fuerza y en la paciencia que, inicialmente, tenemos para vernos y para ver lo que nos rodea con franqueza. El escritor que aún no sabe burlarse de sí mismo, de su comodidad, de su ridículo, aquel que es incapaz de percibir su dolor será incapaz de intuir el de los otros. Frente a múltiples libros que se publican hoy en día que no cimbran ni despiertan, ni dicen nada más que lo que se “quiere oír”, espero, personalmente, encontrarme con libros abiertos, con libros despiertos, francos, transparentes, llenos de fuerza. Porque son ésos los que vibran y hacen que esos tornillos oxidados de nuestra memoria histórica se activen para hacer de nuestro trabajo un espacio creador. La belleza de Los hijos de los hijos de la ira se devela en su espontaneidad, en su claridad, en la rotundidad de los versos. Y simpatiza el lector con él, pues lejos de solapar y de proteger un cúmulo de discursos aprendidos por el “deber ser”, muestra la autenticidad de una voz poética que no tiene ningún temor, que no espera congraciarse con ningún núcleo de poder, que se sabe insignificante y se asume como tal. En suma, este libro no surgió de la conveniencia ni del snobismo. Lejos de ser palabras huecas (hay múltiples discursos así, bellos en su superficie, vacíos en su interior), las palabras de Clark se desvanecen en su propia mismidad, pero se quedan en el tiempo porque después de todo: ¿no son aquellos, los que creen no decir nada, los que no pretenden decir nada —y por consiguiente, los que no buscan ni aleccionar ni educar—, los grandes profetas y visionarios de nuestra historia y de nuestra literatura? Dejo aquí esta reflexión sobre Los hijos de los hijos de la ira con las palabras tibias de este poeta diurno. Poeta del despertar. Poeta del tiempo sin tiempo. Poeta aurora:
Esta es la verdad,
lector, soy un farsante, un tahúr,
un trilero: yo escribo, simplemente,
porque mi sangre estuvo en Somme, en Ypres,
y le temo a la muerte un poco más
que a la creencia vaga de que Dios
no le hizo caso a Frank,
como tampoco
me hará a
mí caso alguno si decido,
entre el mudo fragor de mi batalla,
dejar de amarte tanto todo el tiempo.
miércoles, 2 de julio de 2008
*
*
Coludida con la evasión la escritura se aleja de lo ordinario. La palabra se queja de sí misma, se amaga al pensamiento. Si todo es un golpe del azar o del azar un golpe, caen los dados inmediatos pero no así las palabras, las palabras opacas permanecen entre los labios y enmudecen, se quejan ante el esfuerzo de la mano.
*
7:30 am. La recuperación comienza. Un atiborramiento de palabras en la cabeza. En la cabeza puede estar un frasco, al decir de Heaney, o simplemente un mazo que martillea. Por consiguiente, el cuerpo abandona la cama y escribe aunque sea media hora.
*
La noche hipnotiza con su cara blanda y oracular. Parece que sí existe una correspondencia sinuosa entre la escritura y el pensamiento nocturno. Las palabras se acomodan en la oscuridad. Cuando brotan lo hacen en desorden, entre la espera y el acontecimiento.
*
La alegría es curiosa, desprende sus hálitos acaramelados en todas aquellas circunstancias inefables. ¿Por qué la alegría es inefable? Esa inmensa concha que avienta sus sonidos marinos perdida entre la lluvia de julio; ese globo que revienta el estómago contra los pétalos de la risa contenida. La alegría es un pequeño pájaro, un pájaro que se retiene en la mano, un pájaro que la boca besa enternecida y muda.
*
Escribir nos retorna al ámbito de la ingratitud del enemigo. Escribir como el enemigo, hacer de él la referencia intertextual más imponente. Escribir al enemigo, cifrando en su rostro enigma, justamente, aquello que no somos: la orfandad, por ejemplo.
*
La poesía es la culminación del sí mismo. A la vez, el despojamiento total de un yo. La mentira exacerbada en toda su compleja y verídica sentencia. La noche de la maldad convertida en la falta capital del niño: la inocencia.
*
Primer libro. El primer libro es la condenación del que escribe. Escribir para sucumbir ante el engañoso profesionalismo de los tiempos modernos. Escribir tergiversadamente implica escribir en y para la sumisión. Condenar el libro a la lectura excesiva, la lectura afamada de la sosa publicación. Condenarse a tener que decir y a continuar diciendo, a sacar el cuerpo de la cama a las siete de la mañana sin una precisión terminológica, con el sabor amargo de los sueños y su peso en las imágenes que evocan, representacionales, las palabras.
*
El silencio es el más alto grado de la ausencia, dice Blanchot. La ausencia es la impresencia amada. ¿Cuándo voy a poder asir tu presencia?
*
11:00 pm. Se piensa en las palabras que podrían ser dichas. Pero no te las he dicho. Mi excusa es que nunca te encuentro y no sé si llamar por teléfono o enviarte un mensaje. El habla es opaca entre nosotros.
*
Amar tu impresencia es abrazar tu ausencia desnuda. Imagino lo que sucede detrás de tu ventana todas las noches. Te pienso, pero no puedo escribirte. Es porque estoy Afuera, esperándote. Los gatos saltan frenéticos y tu jardín mágico me regala todos los días tu imagen blanda que acaricio con nostalgia en estos días lluviosos.
*
Escuchar una voz: las voces suelen estar entre cableados inmensos. Pero cómo se ama esa voz que suena, metálica, entre un aparato y yo. Escribir tu voz. Relatarla. Ronca, fuerte, redonda y en círculo. Las vocales se hinchan entre mis uñas ansiosas. Morderla. Tu voz: ese resquicio de ausencia en tu timbre encendido. Es que quiero comerme tu voz, tu boca, una palabra en tu boca.
Coludida con la evasión la escritura se aleja de lo ordinario. La palabra se queja de sí misma, se amaga al pensamiento. Si todo es un golpe del azar o del azar un golpe, caen los dados inmediatos pero no así las palabras, las palabras opacas permanecen entre los labios y enmudecen, se quejan ante el esfuerzo de la mano.
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7:30 am. La recuperación comienza. Un atiborramiento de palabras en la cabeza. En la cabeza puede estar un frasco, al decir de Heaney, o simplemente un mazo que martillea. Por consiguiente, el cuerpo abandona la cama y escribe aunque sea media hora.
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La noche hipnotiza con su cara blanda y oracular. Parece que sí existe una correspondencia sinuosa entre la escritura y el pensamiento nocturno. Las palabras se acomodan en la oscuridad. Cuando brotan lo hacen en desorden, entre la espera y el acontecimiento.
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La alegría es curiosa, desprende sus hálitos acaramelados en todas aquellas circunstancias inefables. ¿Por qué la alegría es inefable? Esa inmensa concha que avienta sus sonidos marinos perdida entre la lluvia de julio; ese globo que revienta el estómago contra los pétalos de la risa contenida. La alegría es un pequeño pájaro, un pájaro que se retiene en la mano, un pájaro que la boca besa enternecida y muda.
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Escribir nos retorna al ámbito de la ingratitud del enemigo. Escribir como el enemigo, hacer de él la referencia intertextual más imponente. Escribir al enemigo, cifrando en su rostro enigma, justamente, aquello que no somos: la orfandad, por ejemplo.
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La poesía es la culminación del sí mismo. A la vez, el despojamiento total de un yo. La mentira exacerbada en toda su compleja y verídica sentencia. La noche de la maldad convertida en la falta capital del niño: la inocencia.
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Primer libro. El primer libro es la condenación del que escribe. Escribir para sucumbir ante el engañoso profesionalismo de los tiempos modernos. Escribir tergiversadamente implica escribir en y para la sumisión. Condenar el libro a la lectura excesiva, la lectura afamada de la sosa publicación. Condenarse a tener que decir y a continuar diciendo, a sacar el cuerpo de la cama a las siete de la mañana sin una precisión terminológica, con el sabor amargo de los sueños y su peso en las imágenes que evocan, representacionales, las palabras.
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El silencio es el más alto grado de la ausencia, dice Blanchot. La ausencia es la impresencia amada. ¿Cuándo voy a poder asir tu presencia?
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11:00 pm. Se piensa en las palabras que podrían ser dichas. Pero no te las he dicho. Mi excusa es que nunca te encuentro y no sé si llamar por teléfono o enviarte un mensaje. El habla es opaca entre nosotros.
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Amar tu impresencia es abrazar tu ausencia desnuda. Imagino lo que sucede detrás de tu ventana todas las noches. Te pienso, pero no puedo escribirte. Es porque estoy Afuera, esperándote. Los gatos saltan frenéticos y tu jardín mágico me regala todos los días tu imagen blanda que acaricio con nostalgia en estos días lluviosos.
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Escuchar una voz: las voces suelen estar entre cableados inmensos. Pero cómo se ama esa voz que suena, metálica, entre un aparato y yo. Escribir tu voz. Relatarla. Ronca, fuerte, redonda y en círculo. Las vocales se hinchan entre mis uñas ansiosas. Morderla. Tu voz: ese resquicio de ausencia en tu timbre encendido. Es que quiero comerme tu voz, tu boca, una palabra en tu boca.
jueves, 19 de junio de 2008
Gaviotas
Portugal 1
Las gaviotas se enroscan entre los laberintos
de las nubes blancas,
suben y bajan
danzando tibias
mientras sobre el mar, los barcos
dejan su estela blanca.
El tiempo transcurre sin horas
y se desvanece entre los dedos con
sus segunderos dormidos.
Mi soledad ensancha el cielo nostálgico
perdido entre las alas
de los espectros voladores
que me recuerdan
que hoy no soy yo.
Las gaviotas transcurren, unas a otras,
dejando su materia azul en el mosaico
del sosiego
y mis palabras se escurren
entre los nudos del agua calmada
que muy a lo lejos
se deja acariciar por las alas breves.
*
Enamorarse entre las redes de la transparencia;
acariciar las calles empinadas
con sus tendederos blancos:
desear no desear nada,
perderse en la ardiente mirada del sosiego,
en la soledad neutra que ya no amenaza.
Enamorarse,
perderse en la rotura del vacío
entre los pliegues de la belleza adormecida:
hoy no soy yo,
soy las gaviotas.
Las gaviotas se enroscan entre los laberintos
de las nubes blancas,
suben y bajan
danzando tibias
mientras sobre el mar, los barcos
dejan su estela blanca.
El tiempo transcurre sin horas
y se desvanece entre los dedos con
sus segunderos dormidos.
Mi soledad ensancha el cielo nostálgico
perdido entre las alas
de los espectros voladores
que me recuerdan
que hoy no soy yo.
Las gaviotas transcurren, unas a otras,
dejando su materia azul en el mosaico
del sosiego
y mis palabras se escurren
entre los nudos del agua calmada
que muy a lo lejos
se deja acariciar por las alas breves.
*
Enamorarse entre las redes de la transparencia;
acariciar las calles empinadas
con sus tendederos blancos:
desear no desear nada,
perderse en la ardiente mirada del sosiego,
en la soledad neutra que ya no amenaza.
Enamorarse,
perderse en la rotura del vacío
entre los pliegues de la belleza adormecida:
hoy no soy yo,
soy las gaviotas.
martes, 29 de abril de 2008
sábado, 8 de marzo de 2008
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