miércoles, 2 de julio de 2008

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Coludida con la evasión la escritura se aleja de lo ordinario. La palabra se queja de sí misma, se amaga al pensamiento. Si todo es un golpe del azar o del azar un golpe, caen los dados inmediatos pero no así las palabras, las palabras opacas permanecen entre los labios y enmudecen, se quejan ante el esfuerzo de la mano.
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7:30 am. La recuperación comienza. Un atiborramiento de palabras en la cabeza. En la cabeza puede estar un frasco, al decir de Heaney, o simplemente un mazo que martillea. Por consiguiente, el cuerpo abandona la cama y escribe aunque sea media hora.
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La noche hipnotiza con su cara blanda y oracular. Parece que sí existe una correspondencia sinuosa entre la escritura y el pensamiento nocturno. Las palabras se acomodan en la oscuridad. Cuando brotan lo hacen en desorden, entre la espera y el acontecimiento.
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La alegría es curiosa, desprende sus hálitos acaramelados en todas aquellas circunstancias inefables. ¿Por qué la alegría es inefable? Esa inmensa concha que avienta sus sonidos marinos perdida entre la lluvia de julio; ese globo que revienta el estómago contra los pétalos de la risa contenida. La alegría es un pequeño pájaro, un pájaro que se retiene en la mano, un pájaro que la boca besa enternecida y muda.

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Escribir nos retorna al ámbito de la ingratitud del enemigo. Escribir como el enemigo, hacer de él la referencia intertextual más imponente. Escribir al enemigo, cifrando en su rostro enigma, justamente, aquello que no somos: la orfandad, por ejemplo.
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La poesía es la culminación del sí mismo. A la vez, el despojamiento total de un yo. La mentira exacerbada en toda su compleja y verídica sentencia. La noche de la maldad convertida en la falta capital del niño: la inocencia.
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Primer libro. El primer libro es la condenación del que escribe. Escribir para sucumbir ante el engañoso profesionalismo de los tiempos modernos. Escribir tergiversadamente implica escribir en y para la sumisión. Condenar el libro a la lectura excesiva, la lectura afamada de la sosa publicación. Condenarse a tener que decir y a continuar diciendo, a sacar el cuerpo de la cama a las siete de la mañana sin una precisión terminológica, con el sabor amargo de los sueños y su peso en las imágenes que evocan, representacionales, las palabras.

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El silencio es el más alto grado de la ausencia, dice Blanchot. La ausencia es la impresencia amada. ¿Cuándo voy a poder asir tu presencia?

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11:00 pm. Se piensa en las palabras que podrían ser dichas. Pero no te las he dicho. Mi excusa es que nunca te encuentro y no sé si llamar por teléfono o enviarte un mensaje. El habla es opaca entre nosotros.

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Amar tu impresencia es abrazar tu ausencia desnuda. Imagino lo que sucede detrás de tu ventana todas las noches. Te pienso, pero no puedo escribirte. Es porque estoy Afuera, esperándote. Los gatos saltan frenéticos y tu jardín mágico me regala todos los días tu imagen blanda que acaricio con nostalgia en estos días lluviosos.

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Escuchar una voz: las voces suelen estar entre cableados inmensos. Pero cómo se ama esa voz que suena, metálica, entre un aparato y yo. Escribir tu voz. Relatarla. Ronca, fuerte, redonda y en círculo. Las vocales se hinchan entre mis uñas ansiosas. Morderla. Tu voz: ese resquicio de ausencia en tu timbre encendido. Es que quiero comerme tu voz, tu boca, una palabra en tu boca.

2 comentarios:

Gilmar Ayala Meneses dijo...

La poesía es la culminación del sí mismo. A la vez, el despojamiento total de un yo. La mentira exacerbada en toda su compleja y verídica sentencia. La noche de la maldad convertida en la falta capital del niño: la inocencia.

Ingrid, este asterisco suspendido me ha parecido exacto y lleno... ¡Enhorabuena!

Rafael Merino Isunza dijo...

Sorprendente como siempre, inteligente y audaz en los conceptos; nada de que extrañarse después de haberte asumido como poeta que eres. Hay un dejo de sinsabores y turbulencias que generan un vértigo existencial y de la posibilidad amorosa.

Besos guapa.